martes, 14 de agosto de 2012

El trono de la reina

Denominamos El Trono de la Reina (facesitting) a la práctica sexual que comporta el uso de la cara, boca, nariz y lengua masculina, y sustituye a la penetración para el deleite y clímax de la mujer dominante. Esta práctica sitúa al hombre en una posición absolutamente servil, bajo las nalgas y entrepierna de la mujer; ella se sienta en su cara o atrapa su cabeza entre sus muslos. Todo el evento está dedicado al placer de la mujer y a la provocación de sus orgasmos, durante el tiempo que desee. El placer o el dolor del hombre, su satisfacción o frustración, deseos o temores, quedan relegados por su avidez por complacer a quien le domina: el clítoris, la vulva, los labios y la vagina de la mujer reclaman su servicio, y se convierten en el centro absoluto de su dedicación.

Esta apasionante y deliciosa practica sexual tiene una ancestral y tradicional historia. Algunas damas de las dependencias medievales tenían pajes cuyo deber consistía en proporcionarles “servicio” por medio de su boca, labios y lengua bajo sus faldas, mientras sus maridos estaban ausentes, permaneciendo así técnicamente fieles, puesto que solo se consideraban como infidelidades las relaciones sexuales con penetración. Más de un joven tuvo su primera experiencia sexual con la cabeza bajo el trasero de su señora, la cual cabalgaba vigorosamente la cara de su siervo. Muchas jóvenes, todavía vírgenes, disfrutaban de sus orgasmos mediante las bocas de algunos de sus siervos masculinos, así se iniciaban en la experiencia de la sexualidad.

En las antiguas cortes chinas, se elegía un esclavo masculino bien entrenado, de larga lengua, para ser usado por las féminas de la realeza y las damas de la corte, quienes hacían uso de su esclavo con tanta naturalidad como si de ir al servicio se tratase. El esclavo era convocado, follado en su cara, y una vez cumplía su cometido se le ordenaba abandonar la estancia. En el Japón antiguo, los prostíbulos solían disponer de varones cautivos para que sus clientas femeninas pudieran disfrutar de este servicio. Viejos dibujos hindúes de corte pornográfico reflejan escenas parecidas, con mujeres en bata, en gráfico éxtasis, montando una cara masculina al tiempo que observan su gran erección.

En la antigua Persia, se construyeron ingeniosas sillas en las que la cara del hombre reemplazaba al centro del asiento. Así, las damas podían remangarse sus túnicas, sentarse, cubrir el “escenario” con sus ropajes, y con suaves movimientos disfrutar de delicados y privados orgasmos incluso cuando había gente presente. La construcción de asientos de este tipo, para disfrutar con comodidad, y por períodos más prolongados, de los placeres de esta práctica tuvo continuidad en otras sociedades y momentos históricos. Sabemos que ciertas cortesanas francesas diseñaron e hicieron construir “tronos” de esta clase, que se colocaban en la habitación para el baño o en el mismo dormitorio de la señora.

Las características de estos muebles no eran complejas: en la madera acolchada, donde reposaba la dama, existía un agujero de varios centímetros de diámetro. El trono era lo suficientemente amplio como para permitir que, por una abertura en forma de arco practicada en el frente, varios centímetros por debajo del nivel del asiento, entrara la cabeza y hombros del siervo escogido. Otra abertura similar en la parte posterior, en la parte baja del amplio y cómodo respaldo, permitía que el siervo pudiese variar la posición que mantenía para complacer a su señora cuando ésta lo requiriese. Parece que el placer proporcionado por la lengua del siervo sobre los labios y el clítoris de la vagina del ama podía prolongarse durante mucho tiempo, y conducirla al éxtasis por medio de un encadenado de orgasmos. La difusión del placentero descubrimiento del trono parece que animó a otras damas de alta arcunia de toda Europa a ordenar la construcción y colocación de muebles similares en sus aposentos para la práctica de semejantes deleites.

En el Occidente de la época victoriana, y sin mobiliario específico conocido, algunas señoras y niñeras enseñaban a los jóvenes que tenían bajo su autoridad como satisfacer su entrepierna con el uso de la lengua. Muchos de esos jóvenes, asustados y acobardados, pero también excitados, descubrieron allí por primera vez las partes íntimas de la señora, y sintieron la presión de unos muslos de mujer que les dominaban aprisionando sus cabezas. Esta práctica se encubría en ocasiones como un castigo, y habitualmente se acompañaba de una buena azotaina. El Trono de la Reina se convertía también así en un método de disciplina y corrección. La institutriz impartía la orden de la forma altiva e inflexible que resultaba habitual, se levantaba aquellas voluminosas faldas y enaguas, y sus nalgas descendían hasta la cara del jovenzuelo, quien debería esforzarse de la mejor manera posible para que la señora alcanzara el orgasmo de forma satisfactoria, si no quería sufrir una severa azotaina por medio de la vara o la fusta.

Es conocido que esa práctica llegó en algunos casos también a las dependencias de la servidumbre, donde algunos de los siervos jóvenes bien podía acabar con su cabeza atrapada bajo las faldas de las criadas de la casa con mayores tendencias dominantes.

Como se ve, esta forma de plasmar la dominación femenina tiene una larga historia, aunque ligada a las posibilidades que les proporcionaba la sociedad estamental a las damas de las clases altas. La historia no ha reflejado casi nunca las actividades íntimas de las clases populares, así que desconocemos si esa actividad era practicada por algunas mujeres corrientes, pero parece lógico pensar que en algunos casos la mujer dominante pudiera utilizar a su marido para su disfrute su sexual de esta manera. Especialmente, cuando comprobamos la notable extensión de esta práctica en la actualidad entre las parejas que practican la dominación femenina.

Efectivamente, El Trono de la Reina requiere, casi por definición, de una mujer dominante y de un hombre obediente y sumiso. Pero hoy la sumisión del varón se produce invariablemente por propia voluntad. Es más, son habitualmente los hombres los que incitan a sus mujeres a practicar las múltiples formas en que se explicita la dominación femenina. Por lo que se refuerza la creencia de que la práctica a la que nos venimos refiriendo tuviera lugar también en esas mismas condiciones en tiempos pasados, en el interior de unas alcobas a las que nunca tuvieron acceso los historiadores.

De todas formas, hoy en día también algunas mujeres piensan que una relación sexual sin penetración es muy diferente a cuando se produce. Y por esta razón son muchas, especialmente las jóvenes, las que se sienten más liberadas para practicar actividades sexuales que no conlleven esa penetración. Por eso, quizá algunas mujeres comienzan a desarrollar su talento con El Trono de la Reina en su época estudiantil, a veces junto a otras chicas, decidiéndose a utilizar a los compañeros más sumisos para que les proporcionen placer, sin tener por ello la sensación de haber perdido la virginidad o haber sido infieles a un novio. Se sienten más libres y desprejuiciadas para disfrutar de esta práctica, y cada vez les cuesta menos utilizar a algún compañero masculino para que trabaje para complacerlas. Esta situación parece producirse también, aunque esporádicamente, en el interior de algunas familias, donde la hermana mayor utiliza al hermano sin tener la sensación de estar practicando el sexo. Lo que está fuera de toda duda es que aquellos que se introducen así en esta actividad en sus años jóvenes se preparan para asumir más fácilmente sus papeles respectivos en el futuro: ellas, el de dominarles; y ellos, el de obedecerlas.

En la dominación femenina el placer de ambos integrantes de la pareja se obtiene por medio del placer de la mujer, y a ese objetivo se destinan los esfuerzos. Por ello no extraña que, con la extensión de la dominación femenina, se haya incrementado el número de mujeres dominantes que utilizan El trono de la Reina en la actualidad. Estas mujeres adiestran a sus sumisos para que efectúen la tarea con la presteza y la habilidad requeridas, y convierten la boca, los labios, la nariz y la lengua del varón en las herramientas más apropiadas para estimular su clítoris, labios, vulva y entrada vaginal. Su objetivo no es otro que alcanzar el máximo deleite y satisfacción orgásmica por medio de la utilización de su sumiso. La mujer ordena y el hombre obedece. Disponer del esclavo erecto e imposibilitado para alcanzar el orgasmo constituye un escenario claro de la dominación que impone la mujer, y proporciona excitación tanto a la dominante como al sumiso.

Como decíamos al principio, la postura asumida por el sumiso remarca su función servil con toda obviedad, que puede ser incrementada además por medio de la humillación verbal por parte de la dominante, o incluso de la práctica simultánea de alguna otra actividad, como ver la televisión o leer alguna revista, mientras el dominado tiene que esforzarse en complacerla durante un tiempo que puede prolongarse y acabar causándole incomodidad o incluso dolor físico. Algunas dominantes intensifican esta situación inmovilizando al sumiso, que se ve atado y constreñido mientras le monta su ama.

Otras dominantes, más proclives a la utilización de la disciplina física, acostumbran a animar o a enseñar a sus compañeros por medio de la fusta mientras las complacen bajo el trono. Algunas vendan los ojos de sus sumisos para incrementar su sensación de desvalimiento durante la práctica. Otras le proporcionan una lluvia a dorada cuando el sumiso ha concluido su trabajo. Las variantes son múltiples y dependerán sobre todo de la imaginación y la habilidad de cada mujer.

En cualquier caso, y como resulta lógico, todas las dominantes deben enseñar a sus sumisos a conocer bien sus partes íntimas y a estimularlas con su lengua, labios o nariz de la mejor forma posible. Se debe enseñar al varón a besarla, lamerla y succionarla de la manera más apropiada para cada mujer, y especialmente por lo que se refiere a la primordial atención que debe prestar el sumiso al clítoris de su dueña. En suma, el hombre debe adorar con pasión el sexo de la mujer, pero hacerlo de la forma en que le proporcione mayor placer. Ella es su diosa y, por lo tanto, cualquier esfuerzo es poco.

Como para todo, la experiencia es un grado, y montar la cara del hombre requiere una práctica cuidadosa y habilidosa, quizá como la necesaria para montar un caballo. Los movimientos de las caderas, y los de las nalgas son la clave del éxito. El emplazamiento cuidadoso de la vagina en la boca o nariz es, desde luego, esencial, y podría requerir algunos movimientos de ajuste hasta que las partes masculinas que proporcionan el servicio queden posicionadas adecuadamente. Pero con tiempo, y mezclando el estímulo y el castigo si hace falta, la dominante puede convertir a su sumiso en un experto en proporcionar placer, del que se sienta orgullosa. Tanto que en algún caso, como se dan, acabe pensando que bien puede ofrecer tan magnífico servicio a alguna de sus amigas; por ellas, por mostrarles su pericia como dominante o porque considere que bien le viene al aprendizaje de su sumiso la humillación que supone ser prestado a otra mujer.

De cualquier modo, hagan lo que hagan, disfrútenlo.

Artículo publicado originalmente en Revista de dominación femenina - Blog de Ana Serantes

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